jueves, 20 de diciembre de 2012

EL INICIO DE UNA NOVELA


Hace unos días os ofrecí el último capítulo de mi novela Páginas entre las Olas y el Viento . Hoy os ofrezco su inicio, el Capítulo Primero. Y si os agrada la temática puedo crear exclusivamente una bitácora en la cual podréis leer todos sus capítulos de principio a fin. De crear este nuevo blog, situaría su link de acceso directo en la barra lateral de esta bitácora, con lo cual con sólo pinchar su imagen saldríais directamente a la novela, que iría actualizando y publicando periódicamente por capítulos. 

Quizá esta novela es por mí la más querida de todas las publicadas porque refleja buena parte de mi vida. Una incipiente vida que se inició en la década de los cuarenta, cuando España estaba sumida en un auténtico caos tanto en el aspecto social como en el político. 

Para los que vivimos en aquellas fechas eso marcó de algún modo el resto de nuestras vidas. En esta novela he transcrito una parte del diario militar de campaña que perteneció a mi padre. En sí, es la columna vertebral de la narración, aunque sus textos van apareciendo a retazos en el último tercio de la obra. 

Me acuerdo perfectamente que cuando publiqué en mi otro blog uno de los capítulos que viene aquí incluído, mi querida amiga Elena tras leerlo, me escribió uno de los más hermosos y sentidos comentarios que me han hecho en mi vida, ya que leyéndolo se puso en la piel de un niño y en la de su padre. 
Y aquel niño era yo. 

Aquel niño al llegar a su madurez, recopiló una parte de su vida y mezclando sus propias vivencias y recuerdos, estructuró un relato y le dio forma permitiendo que en el transcurso de la novela, otro actor intervenga en la trama argumental. Pero ese ya no soy yo. 
Es mi protagonista  

P.D. Debido a que en estos días festivos no voy a tener demasiadas horas libres para publicar nuevas entradas, subo este extenso post con la idea que tengáis el suficiente tiempo para leerlo aunque sea de un día para otro. Tomadlo como un pobre pero sincero regalo de Navidad para los que tenéis la paciencia de soportar mis letras y tiempo para leerlas. Al final de este Primer Capítulo os ofrezco mi particular postal de Navidad. Va destinada a todos vosotros con mis mejores deseos. 

Sed Felices
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PÁGINAS ENTRE LAS OLAS Y EL VIENTO
Capítulo I
Obra inscrita con el Asiento Registral nº 16/2003/1751
Registro Territorial de la Propiedad Intelectual de la Comunidad de Madrid
Copyright © 2004 José Luís de Valero.
Todos los derechos reservados.
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Diluvia sobre Madrid. La recién estrenada primavera se ha presentado como a desgana, destemplada y lluviosa. A través de la ventana veo caer la lluvia incesantemente con monótona parsimonia, empapando la tierra y dando vida a los cientos de plantas que Marina cuida y mima con fervor materno, místico casi.
Mi lugar de trabajo se encuentra ubicado en una planta baja cercana a la estación de Atocha. La habitación está orientada hacia el sur, por lo que la luz diurna penetra a raudales a través de la enrejada ventana que da a un pequeño jardín en esta época cuajado de rosas y aromatizado con mil fragancias. Los efluvios del agua sobre la tierra despiertan mis aletargados sentidos hibernados durante meses.
 Cierro los ojos aspirando el tibio aroma que desprende la húmeda tierra recién bautizada por la lluvia. Quisiera abrazarme a ella, fundirme con ella, acogerme entre sus grumos al igual que un niño se aferra al pecho materno en busca de cobijo y alimento. Dormirme dentro de sus entrañas para no volverme a despertar jamás. Deseo ser suyo para siempre.
Hasta el fin de los tiempos.

-Es la última vez que te aviso. La comida se te va a enfriar. Apaga ese trasto y siéntate a la mesa de una puñetera vez.
-Sólo es cuestión de un momento. Ahora mismo voy.
-Tú y tus momentos...Siempre igual. 

 Marina me avisa con tiempo suficiente para que me siente a la mesa a la hora de comer o cenar, pero yo siempre me hago el sordo o bien le digo que sólo es cuestión de un momento, hasta que cierre el párrafo o aquella frase que pude llevarme a la gloria. Pero Marina no entiende de frases, Marina no entiende de glorias ni de los estremecimientos anímicos que de vez en cuando le sacuden a uno el cuerpo cuando cree haber cerrado un párrafo lapidario. A Marina tan sólo le importa que no se me enfríe la sopa.

Desde el comedor se aprecia el fragor del tráfico rodado que penetra en nuestra casa colándose de rondón en nuestras vidas y a veces obligándonos a levantar la voz para ser oídos. Eso es parte del peaje que debemos pagar los que vivimos en una zona más o menos céntrica de Madrid.

Cuando yo era niño no necesitaba alzar la voz para hablar con mi padre. En aquellos años de posguerra apenas si pasaban por la calle una docena de asmáticos coches impulsados por gasógeno. Mientras tanto la cercana estación de Atocha casi siempre ruidosa, se hallaba envuelta y camuflada entre las volutas de humo que desprendían las locomotoras que entraban o salían de la ciudad con destino a puntos para mí, mágicos y remotos.
Los domingos por la mañana mi padre me llevaba de paseo al Retiro, compraba el periódico para él, una bolsa de cacahuetes para mí y después de visitar la jaula de los monos que se zampaban la mitad del contenido de la bolsa, bajábamos hacia Atocha para efectuar una parada técnica en la barra de la cantina situada en los andenes de la estación.

-Ponme un vermú con aceitunas y para el chico una gaseosa.
Higinio era el cantinero mayor de la terminal de Atocha y también era un guarro. El mandil que lucía no había conocido el jabón Lagarto en la vida ni creo que con el tiempo llegara a conocerlo jamás; pero el Higinio era un buen hombre y además de amigo de mi padre, era un estraperlista que traficaba con toda clase de productos que arribaban por vía férrea tanto a la estación de Atocha como a la de Príncipe Pío.
El cantinero se inclinaba sobre la barra del bar acercándose cuanto podía a la oreja de mi padre susurrando consignas en plan confidencial e intentando no levantar sospechas entre los miembros de la Policía Armada de guardia en la estación y sobre todo, entre los inspectores de Abastos que pululaban como buitres al final de los andenes a la caza de los que venían del pueblo cargados con los víveres que abastecían bajo mano a la población de Madrid, sujeta en aquellos tiempos de hambre a las cartillas de racionamiento.    

-Oye Pepe, que mañana me llegan unas cuantas cajas de farias de La Coruña y medias de nylon de Barcelona. También algo de embutido y tabaco rubio americano; te lo digo por si acaso.
-Vale Higinio, mañana te daré un toque. Pon otro vermú.

Mi padre nunca pagaba la consumición de los domingos ya que el Higinio además de guarro era su socio y compinche en el estraperleo que ambos se llevaban entre manos ante las mismas narices de los de Abastos, pájaros carroñeros dispuestos a la requisa de alimentos que en su mayor parte aprovisionaban las mesas de los más poderosos y adictos al Régimen.   

-¿Qué vas a ser de mayor, José Luís?
-Maquinista de tren – respondía sin dudar.
-Cojonudo. Cuando seas mayor haremos negocios – se reía el Higinio, guiñándome un ojo.
-Cuando éste sea mayor, espero que la situación haya cambiado y no tenga que jugarse el pellejo por unas cajas de farias o por un saco de lentejas – presumía mi padre – Además, el chico va a entrar a estudiar en los Escolapios.
-¡Coño! ¿En un colegio de curas?
-Mismamente, como lo oyes. Cuando sea mayor quiero que vaya a la Universidad y estudie Periodismo.

La planificación de mi futuro destino laboral me traía por la calle de la amargura. Yo siempre soñaba que algún día empuñaría los mandos de una de aquellas humeantes locomotoras estacionadas en Atocha rumbo a desconocidos parajes, pero mi padre tenía una fijación casi enfermiza por la lectura devorando en su escaso tiempo libre cuantas publicaciones caían en sus manos y esperando con los años, ver su apellido impreso a pie de página.
Lo cierto era que mucho tiempo para leer no tenía. Todos los días se levantaba a las seis de la mañana, se preparaba un bocadillo de mortadela y salía zumbando hacia las cocheras de la compañía de tranvías donde trabajaba como cobrador hasta las cinco de la tarde. A las cinco y media, merced a un enchufe proporcionado por un jerifalte de Falange ya estaba en Cibeles echando unas horas en Correos clasificando correspondencia en la sección de cartería hasta las diez de la noche, que era cuando enfilaba a toda pastilla el Paseo del Prado hasta llegar a casa echando los bofes.
Cuando mi padre entraba por la puerta procuraba no hacer ruido para no despertarme, pero yo casi siempre le esperaba levantado para compartir con él la cena que ya estaba fría y que nos había preparado la señora Remedios, nuestra vecina del Primero A.

-A este chico le hace falta una madre, Pepe. ¡Ay Señor, Señor, qué pena de vida! ...
-Mi hijo sabe cuidarse solo, Reme. Lo lleva en la sangre.

La señora Remedios hacía honor a su nombre. Era como nuestra ama de llaves o hada madrina y siempre estaba pendiente de mi padre y de mí, remediando en lo posible las carencias que se producen en una familia cuando falta uno de sus miembros.
-Algún día yo faltaré y entonces no sé lo que será de ti, cariño mío – sollozaba la tía Reme, que así la llamé siempre ya que por algo me había acunado desde mi primer mes de vida - ¡Ay Señor, Señor, qué penita de niño!           
La comida del mediodía la hacía en casa de la Reme y mientras ella me servía la sopa del cocido, los garbanzos y el repollo, desde la ventana del comedor podía observar el ir y venir de las gentes cargadas con bultos y maletas de madera, entrando o saliendo apresuradamente de la estación de Atocha en busca de Dios sabe qué solución o destino.

A la menor ocasión me escapaba a sentarme en los bancos de la estación para ver llegar los trenes y escudriñar las ennegrecidas caras de los maquinistas y fogoneros cubiertos de hollín, que llegaban desde lejanas tierras cargados con víveres destinados al estraperlo y rodeados por las fumarolas que despedían las aullantes locomotoras de RENFE. También me complacía escrutar los rostros de los viajeros que descendían de los vagones de madera que iban en cabeza del convoy, o sea los de tercera clase que eran los que tragaban más humo y donde más hacinada se encontraba la gente que una vez en el andén, parecía haber surgido desde el fondo de una mina de carbón.

Los viajeros descendían del tren entre sorprendidos y asustados, ajustándose la boina con una mano y con la otra atenazando firmemente la maleta de cartón donde guardaban sus escasas pertenencias y algo de pan duro para matar el hambre.
Entonces yo no lo sabía, pero se trataba de las primeras avanzadillas de un ejército compuesto en su mayor parte de ex labriegos, de oprimidos, de gentes sin tierra y también de un contingente de hombres, mujeres y niños recién derrotados por una guerra fratricida que había convertido España en un inmenso campo de concentración. Y para algunos de los viajeros que llegaban a Madrid, Atocha era la estación término, el punto final o de inicio, según se mire.

De Madrid al cielo, reza la frase, pero Madrid era entonces el gran rompeolas de las Españas y de los españoles qué, o se estrellaban contra su suelo o se elevaban hacia las estrellas. Sin embargo la mayoría de los viajeros que descendían de los vagones de tercera clase ignoraban que Madrid es un ser vivo que palpita bajo los adoquines y las vías muertas de los tranvías, hoy cubiertas por el asfalto. Y un ser vivo cobra peaje, precisa nutrirse aunque sea de despojos de guerra y despojos humanos eran los que descendían de los trenes que arribaban a la estación de Atocha en busca de un paliativo que pudiera conducirles hacia una vida más digna.

Alguno de ellos, los menos, iniciarían con los años un ascenso que les llevaría a conseguir un empleo de funcionario y un piso de alquiler en cualquier calle del Madrid viejo. Los más, peregrinarían de pensión en pensión o habitación con derecho a cocina y en busca de una obra para ofrecerse como peones de albañil. Quizá con el paso del tiempo los unos y los otros podrían comer caliente cada día, llevar a sus hijos a un colegio del Estado y con más tiempo y una pizca de suerte dar la entrada para un piso, pero en el ínterin Madrid les había pasado factura. Los más viejos murieron lejos de la tierra que les vio nacer sin haber tenido tiempo de volver a percibir la fragancia de la mies recién segada, ni podar la parra que dejaron abandonada a su suerte allá en La Mancha. 

A muchos de los recién llegados que hacían caso omiso a las ordenanzas de la Inspección de Abastos, se les veía llegar cargados con cestas de mimbre repletas de los más variados frutos del corral y de la huerta. Huevos, patatas y las últimas frutas y verduras recién arrancadas, en revoltijo con escandalosos pollos y gallinas que daban el cante avisando a los inspectores de Abastos que había llegado la última hornada de gañanes desertores del arado.

-¡Alto ahí! ¿Dónde vas con esos pollos?
-Son para mi familia que vive aquí, en Madrid – musitaba el aludido, boina en mano y con los ojos clavados en el pavimento sin atreverse a levantar la vista.
-¿Y los huevos? ¿Y los chorizos? ¿Y el jamón?. ....
-También, señor guardia.
-¡Menos hostias palurdo, que yo no soy guardia! ¡Soy inspector de Abastos! ¿Te enteras, gañán? Por ese saco lleno de pan blanco que llevas al hombro, veo que mucho debe comer tu gente. 
-Sí, señor inspector. Somos muchos a la mesa.
-Pues ya estás soltando la mercancía y date el piro antes que me arrepienta – resoplaba el de Abastos con aire paternalista – Y da gracias que no te enchirone por estraperlista. Largo de aquí, capullo.

Al inspector de Abastos de guardia en el andén le faltaba tiempo para poner a buen recaudo la requisa efectuada al pueblerino, mientras calculaba mentalmente cuántos duros podría sacarse por el lote en el Rastro o en el mercado de Legazpi.    
Párrafo aparte merecían los pasajeros y vagones de cola destinados a los viajeros de segunda y primera clase. Vagones metálicos, coches-cama y vagón-restaurante de compartimentos acolchados donde el viaje era una delicia y no como el que sufrían los de tercera, apretujados en asientos de madera, comiendo con la fiambrera sobre las rodillas y pringándose de aceite cuando abrían una lata de sardinas.

Los viajeros que descendían de los vagones de primera clase o incluso algunos que viajaban en segunda, cuando desfilaban hacia la salida miraban con suficiencia por encima del hombro a los inspectores de Abastos, que ni se atrevían a darles el alto e inspeccionar el contenido de aquellas lujosas maletas de piel que cargaban los mozos de estación hasta la parada de taxis, previo pago de una peseta por bulto. Los de primera clase eran intocables. En invierno las mujeres se cubrían con abrigos de piel y ellos con traje de calle cruzado y sombrero a juego, llevando casi siempre un cigarro habano en la boca y oliendo a Varón Dandy. Y además a todos ellos se les suponía altos cargos políticos o adictos al Movimiento.

Se les veía lustrosos y bien cebados, nada que ver con la marea humana que intentaba por todos los medios escabullirse hacía la salida sin pasar por la criba de los de Abastos, que alargaban el cuello como las jirafas para distinguir en la distancia cuál de aquellos gañanes con traje de pana iba a ser su próxima víctima.
-Pues el otro día a uno de esos cabrones de Abastos lo jodieron bien jodido – se cachondeó el Higinio mientras le servía a mi padre un vermú de propina y a mí una ración de patatas fritas – A estas horas estará sacándose los piojos en Carabanchel. Que se joda, el muy cabrón.
-¿Y eso?
-¿A quién se le ocurre parar a un pasajero de primera clase y hacerle abrir la maleta en el andén delante de toda la gente? El muy imbécil se fue a topar con un gachó que pertenecía a la Guardia de Franco y le metió un puro, que no veas.
-¿Y el facha no se identificó previamente?
-¡Quiá! El tío estaba sonriendo, más tieso que un palo.
-Coño, eso si que es raro. Esa gente tira rápidamente de documentación para acojonarle a uno.
-Pues ese no lo hizo. Se esperó cruzado de brazos a que el gilipollas de Abastos le revolviera la maleta y sacara todo su contenido.
-¿Y qué encontró?
-Ahí viene lo bueno. Cajetillas de tabaco, whisky americano, cajas de condones, pelucas de mujer y montones de ropa interior y ligueros de esos que usan las gachís en las casas de putas de altos vuelos. El tío, según me dijo el asistente del coche-cama, venía de Tánger y durante el trayecto desde Alicante había pillado una cogorza de esas de no te menees y tenía a todos los pasajeros del vagón que no les cabía una paja por el culo. El menda se disfrazó de mujer y le dio por entrar en todos los departamentos con una pistola en la liga, enseñando cacha y cantando coplas de la Piquer a voz en grito. Cuando llegó a la estación todavía le duraba la moña, por eso se reía como un cretino. Pinta de marica sí tenía; ya sabes, de esos a quien les gusta exhibirse en público.

Cuando Higinio y mi padre hablaban de putas y maricones yo optaba por mirar hacia el exterior de la estación, despistando como si hubiese oído algo misterioso para mis sentidos, a pesar que las busconas de medio pelo sentaban sus reales muy cerca de casa y entonces ya intuía el significado de sus labores.
Prefería salir de la cantina y alimentar a las palomas y a los gorriones que se lanzaban en picado sobre las migas de pan. En aquellos tiempos hasta los pájaros se daban de hostias para llenarse el buche.

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Hoy es domingo, he comprado el periódico, me he acercado hasta el Retiro y me he sentado en el mismo lugar que lo hacía con mi padre en aquellos domingos grises de los inviernos de posguerra.
El antiguo quiosco donde mi viejo compraba la prensa dominical para él y el TBO para mí, ya no existe. En su lugar se alza una construcción de aluminio y cristal anclada en la acera con rótulos luminosos anunciando el New York Times, pero el quiosquero que hoy me ha entregado el periódico sin mirarme ni tan siquiera dirigirme la palabra, no se parece ni por el forro al señor Alfonso, madrileño de pro, erudito en asuntos de prensa y conversador incansable con los clientes que se acercaban a su quiosco en la década de los cuarenta.
El señor Alfonso acostumbraba a entregarme el TBO acompañado de un pirulí de menta a modo de obsequio dominical, y recuerdo que me lo pasaba en grande chupando parsimoniosamente la piruleta mientras leía las viñetas de la Familia Ulises que dibujaba Benejam o los tejemanejes que se traía Carpanta con tal de poder comer caliente un día más.
La Familia Ulises venía a ser la unidad familiar que en aquel tiempo yo hubiera deseado tener para mí; papá, mamá, hermanos, una abuela, un perro y una casa donde todos se reunían a la mesa y en la cual nunca faltaba el buen humor y una humeante sopera acompañada de una fuente en la que lucía un hermoso y dorado ejemplar de pollo asado. Para mí aquella familia era una utopía, un sueño inalcanzable impreso en offset creado sin duda para ponerme los dientes largos y darle la vara a mi padre con preguntas que apenas tenían respuesta.
-¿Algún día tendremos un perro?
-Puede.
-¿De verdad hay familias que todos los días comen pollo?
-Pocas. 
Sin duda Carpanta era mi héroe, lo más real y próximo a la situación existente en aquella época de cartillas de racionamiento. El personaje creado por Escobar siempre tenía hambre, un apetito visceral y congénito que le impulsaba a emprender las más descabelladas acciones para conseguir aunque sólo fuera un mendrugo de pan que llevarse a su desdentada boca.
Sin embargo al pobre Carpanta casi siempre se le veía en la última viñeta sentado bajo el puente que le servía de casa y con cara de mala leche. Invariablemente la historieta acababa igual que comenzaba. Con hambre.
-¿El pobre Carpanta, comerá algún día?
-Quizá.
¿Hay gente que vive debajo de un puente?
-Fijo.
Cuando mi padre se sentaba los domingos por la mañana en el banco del Retiro, liaba un cigarrillo de picadura y se ponía a leer las últimas noticias entonces era poco menos que sordo aunque siempre contestaba a mis preguntas sin dejar de hojear el periódico. Yo mientras tanto compartía mis cacahuetes con un mono de cara triste y expresiva mirada que me extendía una mano suplicante con gesto parecido al de Carpanta, aunque aquel mico era más listo y a poco que me descuidase me arrebataba la bolsa de cacahuetes y salía que perdía el rabo hacía el fondo de su apestosa jaula.

La antigua Casa de Fieras del Retiro no hacía honor a su nombre.
Aquellas insalubres instalaciones despedían un hedor insoportable y a los animales se les veía como ausentes, abatidos, quizá recordando sus finiquitados tiempos de libertad trotando por la sabana africana. No eran fieras. Eran reclusos.
Recuerdo a un viejo, solitario y asmático león que tosía igual que las personas, casi como lo hacía mi padre al levantarse por las mañanas. A veces su nostálgica mirada se clavaba en mis ojos dándome a entender su infortunio y el calvario que suponía su prisión. Mi padre y aquel viejo león se parecían en algo; ambos tosían y sabían lo que era permanecer tras una reja añorando su perdida libertad.

La primera imagen que recuerdo de mi padre es la de un hombre barbudo tras las alambradas en un campo de concentración cerca de El Escorial. Nuestra vecina la tía Reme, era hermana de caído por Dios y por España y no le costó mucho conseguir un pase de visita para que mi padre pudiera comprobar lo que yo había crecido en aquellos años que él se pasó picando piedra, ayudando a construir en el Valle de los Caídos el sueño funerario del Caudillo.
A pesar que tía Reme venía de familia de derechas y de que su hermano la palmó en el Jarama vistiendo la camisa azul de la Falange, ella era más republicana que Negrín y odiaba profundamente todo lo que olía a fascismo pero sabía nadar y guardar la ropa.

-Tú a lo tuyo, José Luís. Si en el colegio los maestros te obligan a levantar el brazo y cantar el Cara al Sol, pues eso, canta hasta que te quedes ronco. Lo importante es que estudies y te hagas un hombre de bien como tu padre, que el pobre no tiene la culpa de haber perdido la guerra.
-¿Y por qué se perdió la guerra, Reme?
-Porque éramos pocos y mal avenidos. Anda, cómete la sopa.
-¿Y mi madre, también perdió la guerra?
-No, cariño mío. Tú pobre madre perdió la vida.
-¿Y por qué la perdió?
-Ya lo sabrás cuando seas mayor. Ahora come y no preguntes.

Cuando un año después concedieron la libertad a mi padre, la Reme y su marido el tío Paco que también era un viejo republicano camuflado que se hacía pasar por falangista, se las ingeniaron para conseguir un puesto de trabajo para mi padre y una beca de estudios para mí en el colegio de los Escolapios.

-Si los curas te preguntan qué quieres ser de mayor, tú les dices que quieres estudiar para ser sacerdote – dijo mi padre, mientras tía Reme me planchaba la bata rayada del uniforme escolar.
-Y acuérdate de lo que te dije – me recordó la Reme – Canta el Cara al Sol hasta desgañitarte.
-Y no te olvides de poner cara de facha y rezar todo lo que te manden – terció el tío Paco, que de eso sabía lo suyo.
-¿Y cómo se pone cara de facha?
-Anda, cariño mío. Vete a la cama que mañana es día de escuela.

Estoy en el mismo lugar del Retiro en el que mi padre acostumbraba a leer el periódico, aunque no sentado en el mismo banco. El que yo recuerdo era un tosco asiento de madera comido por el sol y la lluvia, marcado a navaja con corazones, fechas y nombres grabados en su rajada superficie. Ahora en el nuevo banco tan sólo se distinguen inscripciones hechas en rojo, blanco y negro a golpe de spray en las que no se aprecia fecha alguna ni existen nombres, ni hay corazones entrelazados.
Toda la expresión artística y amorosa de antaño parece haber sido transmutada a un simbolismo gráfico con extraños caracteres y con otros no tan lejanos en el tiempo. La esvástica fascista campea en color blanco junto a una pegatina roja con las siglas de UGT llamando a la huelga general. Tampoco ahora las parejas buscan en el Retiro un apartado rincón entre los árboles para darse un reconfortante magreo como lo hacían las de antes, ojo avizor no fuera el caso que asomara el guardia tras un matojo y les aguara la fiesta. Hoy en día las parejas heterosexuales y también las que no lo son, se meten mano a mansalva tumbadas sobre la hierba importándoles un carajo si alguien les está mirando o no.

Doña Filomena de Torres, dama de honor de la Cofradía del Cristo de El Pardo y habitual meapilas de una de las parroquias situadas en el barrio de Salamanca, observa la escena con ojo crítico.
-Eso con Franco no pasaba. Es una vergüenza – se queja.
Eso es cierto, con Franco eso no pasaba. Entonces a la reprimida de doña Filomena le daba por confesarse cada vez que se probaba frente al espejo unas bragas de encaje y se le humedecía el sexo, pensando en lo cachondo que se iba a poner su marido cuando la viera desvestirse en la penumbra del dormitorio con tan sólo la tenue luz del baño como única luminaria.
Doña Concha Trujillo amiga de doña Filomena, asidua ocupante del banco y vieja dama de lengua viperina donde las haya, me comentó confidencialmente la vida y milagros de su amiga del alma. 
-Padre, perdóneme porque he pecado – me dijo Doña Concha que musitó contrita la Filo a través de la rejilla – He provocado lujuriosamente a mi marido.
Después y a requerimiento del confesor amplió la información respecto al porqué, cómo, cuándo y dónde se realizó la pecaminosa provocación y posterior cópula marital, mientras en el interior del confesionario el cura no cesaba de revolverse inquieto tamborileando nerviosamente sobre el misal y soltando en algún que otro momento ahogados suspiros, no se sabe si de cristiana resignación o bien inducidos por desconocida causa.

-Supongo que el acto sexual lo habréis realizado como mandan los cánones de la Iglesia y pensando en la procreación – indagaba el cura, preguntándose al mismo tiempo cuáles serían los cánones para echar un buen polvo con la parienta al mismo tiempo que se la dejaba embarazada. Ese apartado a él no le constaba haberlo estudiado en el seminario.
-Sí, padre. Yo estaba vestida con el camisón largo y me quedaba quieta y sin hablar mientras mi marido me hacía sus cosas entre las sábanas.
-¿Cosas? ¿Qué cosas? Cuenta que te hacía, hija, cuenta – suplicaba anhelante el cura, no fuera caso que el acto no se ajustase a los cánones.
-Bueno, pues usted ya sabe. ....
-No, yo no sé nada. Para eso estás tú aquí, para contármelo minuciosamente sin omitir ningún detalle – le respondió el confesor, agitándose frenético tras la rejilla.
-Pues se ponía encima de mí y en menos de lo que se tarda en contarlo ya había acabado y estaba roncando.
-Detalles, quiero detalles – insistía el cura.
-La tiene muy grande y me hace cosquillas con el mete y saca.
-Vas bien, hija. Continúa. ¿Y a ti te gusta eso del mete y saca?
-Pues sí. A veces me dan ganas de gritar y morderle en el cuello.
-¿Y te has quedado embarazada?
-No padre, yo no puedo tener hijos. Soy estéril.
-¡Pues entonces dile a tu marido que deje de hacer guarradas contigo entre las sábanas! – aulló el cura, pensando en una solución digna para aquel desbarajuste matrimonial que no se ajustaba a los cánones.
-Pero entonces mi marido se irá con otra – objetó la Filomena.
-¡Pues que se vaya y para él sea el castigo divino! Tú mientras tanto mantente casta y ven a verme a la sacristía los primeros viernes de mes cuando acabe el rosario.

Según dicen las malas lenguas del barrio de Salamanca, el marido de la Filomena se lió con una corista de la compañía de la Celia Gámez y parece ser que al hombre le cambió la cara e iba siempre por la calle con una sonrisa de oreja a oreja.
Mientras tanto la Filo acudía puntualmente todos los primeros viernes de mes a la sacristía de la parroquia, hasta que un buen día le dijo a su confesor que estaba embarazada y que se tenía que hacer algo al respecto antes que se notara su estado de preñez.
-¿Pero no me dijiste que eras estéril?
-Eso creía yo.
-De haber sabido de tu encubierta fertilidad, habría utilizado condones, coño – se lamentó el cura – En menudo follón me has metido, Filo.

Al día siguiente el cura había liado los bártulos y solicitado licencia para ejercer como misionero en el Congo. La Filo se quedó compuesta y sin novio pero preñada y sin posibilidad de endilgarle la barriga a su marido, ya que éste hacía seis meses que no hacía guarradas con ella bajo las sábanas. Bastante tenía con satisfacer a la corista que a pesar de querer un hijo suyo, no se quedaba preñada ni por asomo. Sin embargo la Filo tuvo un hijo que con el tiempo se hizo jesuita. Sabido es que los médicos algunas veces se equivocan y que la cabra siempre tira al monte.

He abandonado el banco del Retiro con una bolsa de pan duro para repartirlo entre los patos que se chapuzan en el estanque del Palacio de Cristal, dirigiéndome a paso lento hacia la Glorieta de Atocha recordando con nostalgia aquel mico que casi siempre me birlaba la bolsa de cacahuetes.
Desciendo con parsimonia por la vieja y entrañable Cuesta de Moyano, recreándome en cada tenderete y hojeando libros que luego no compro porque mi escaso presupuesto no da para tanto. Ni más ni menos lo que le ocurría a mi padre cuando regateaba con el librero para conseguir una edición clandestina.

-Oye, Pepe. Que tengo uno en la trastienda de Erich María Remarque editado en Buenos Aires, que es canela fina. Si quieres pasa y échale un vistazo pero te advierto que vale diez pesetas del ala.
-Que sean cinco y me lo llevo – contestó mi viejo después de consultar el libro y contar la calderilla disponible – Quiero que lo lea mi hijo y se empape de buena literatura.
-Siete con cincuenta y es tuyo, pero te prevengo que si te pillan con él en la mano ni tú me conoces ni yo te conozco.
-Pues vale.

Sin Novedad en el Frente fue mi primer libro de cabecera y leyendo página tras página una y otra vez, pude entender lo que significa la guerra narrada por un soldado desde el bando perdedor y asimilar lo que representa el concepto de camaradería y hermandad entre los seres humanos.
Conservo aquel libro como oro en paño y de vez en cuando lo releo acariciando sus lomos, pretendiendo que su tacto me transmita la fuerza que preciso para continuar escribiendo día tras día, grapándome el alma folio a folio rotulando hechos por mi vividos y transcribiendo los monólogos interiores que hayan podido aflorar en mi mente a lo largo de una efímera existencia.

Todavía es pronto para ir a comer y sé que a Marina no le agrada verme zascandileando por casa mientras ella aprovecha los domingos para dar un baldeo a las habitaciones, regar las macetas y hacer la consabida paella dominguera. Marina trabaja toda la semana como una burra pensando cómo llegar a fin de mes y seguir comiendo decentemente, teniendo en cuenta que ella está a régimen severo de verduras debido a su diabetes. Cada día tiene que pincharse tres veces y su organismo lo acusa año tras año.

-Cuando vuelvas, pásate antes por la farmacia de la estación de Atocha y me traes la insulina – me dijo antes de salir – No te olvides de coger la receta. Y después no te entretengas como siempre lo haces, sentado en la estación y soñando con las musarañas que la insulina se calienta y luego tengo que echarla a la basura.

Cuando hoy me siento en la estación de Atocha no sueño con las musarañas. Marina no sabe de mis sueños, de mis recuerdos, de todo lo por mí vivido e imaginado en el interior de este viejo recinto construido a golpe de ladrillo y hierro. La estación de Atocha es hoy mudo notario y testigo de miles de historias de viajes, guardando entre sus muros vivas resonancias de generaciones de viajeros que desfilaron por sus andenes, hoy cubiertos por un enlosado marmóreo que como lápida en una tumba ha sellado para siempre el gris y sucio empedrado de antaño.

Miro a mi alrededor y compruebo que donde antes se hallaban las  ennegrecidas vías cubiertas de carbonilla y que morían en los topes terminales, ahora se alza un inmenso bosque de palmeras y plantas naturales que reciben a raudales la luz del sol merced a la nueva cubierta transparente situada en lo más alto de la marquesina.
Todo el recinto resplandece tanto de día como por la noche, igual que la novia engalanada para sus esponsales aguarda al novio para hacer de dos, uno. Y la estación de Atocha y yo somos uno; es mi novia adorada desde que era un niño, perenne en el tiempo a pesar del abandono al que estuvo sometida desde la llegada del último tren que jamás volvió a partir hacia ningún destino.

Cierro los ojos y puedo escuchar el pálpito de la antigua terminal, hoy convertida en uno de los más importantes nudos de comunicaciones de España. Un nudo que el fanatismo islamista intentó destruir el 11 de Marzo de 2004 segando cientos de vidas, convirtiendo Madrid y a la estación de Atocha en mártires. Me da por pensar que el bosque de árboles y palmeras bajo el cual reposo, se nutre de la misma tierra abonada con la sangre de las víctimas de aquella infame masacre y también con el sudor de los destripaterrones que hace más de medio siglo llegaban a los andenes cargados de miseria, pero con la firme convicción de hacer de Madrid su hogar y ser de Madrid sus hijos.

La cantina del Higinio ya no existe y en el mismo lugar donde se encontraba la barra del bar y mi padre se tomaba su vermú con aceitunas, hay ahora una impoluta farmacia donde una dependienta de inmaculada bata y encantadora sonrisa me entrega un lote de insulina que le servirá a Marina para hacer más llevadera su vida y la mía propia, ya que sin ella no soy nadie. Sería como un niño perdido en el andén en busca de su madre. Y en Marina hallé a la madre que nunca tuve, a la esposa y a la amante.

Nada es igual a pesar que el ayer puedo palparlo acariciando con la yema de mis dedos los mismos ladrillos que me vieron trotar de niño, hoy día resplandecientes y liberados de la pátina de hollín que los cubrió durante más de un siglo.
Y también palpo con reverencia los gruesos remaches de las mismas columnas de hierro que se elevan como águilas hacia las alturas, soportando el peso de una estructura convertida por mí en leyenda viva, escenario de mis sueños y lugar de temporal reposo para mis maltrechos huesos. Todo ello es como un acto de afirmación que me liga al pasado, que a la postre es la savia con la cual se alimenta un presente que me empuja diariamente a efectuar una comunión conmigo mismo a través del tiempo y del espacio.

 Antes de subir por las escaleras mecánicas que le elevan a uno hasta el nivel de calle, observo con un último vistazo una placa conmemorativa adosada al muro de la actual comisaría de policía.
La estación de Atocha se vistió con sus mejores galas el 14 de Abril de 1992 y no había para menos.
“En presencia de su Majestad D. Juan Carlos I se dio la salida al primer tren de Alta Velocidad Española.”
Mi novia se había puesto de largo,
Y aquel día lloré de emoción.           

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Obra inscrita con el Asiento Registral nº 16/2003/1751
Registro Territorial de la Propiedad Intelectual de la Comunidad de Madrid
Copyright © 2004 José Luís de Valero.
Todos los derechos reservados.
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SOY UN PERRO MUY FELIZ CON MIS DOS GATITOS
LOS TRES OS DESEAMOS UNA FELIZ NAVIDAD 2012

FELIZ NAVIDAD GATUNA 
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FELIZ NAVIDAD GATUNA por devalero

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